Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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consiguiente, a dejaros solo.
--¡Traerme al señor de Herblay! ¡dejarme solo! --exclamó Fouquet con gozo y sorpresa indecibles y
juntando las manos.
--¿No se aloja Herblay en el cuarto azul?
--Sí, amigo mío, sí.
--¡Vuestro amigo!, gracias monseñor.
--¡Ah! me salváis, señor de D'Artagnan.
--Bien, emplearé diez minutos en ir y venir, ¿no es eso, monseñor?
--Poco más o menos.
--Y cinco para despertar y advertir a Aramis, hacen quince minutos. Ahora, monseñor, dadme vuestra
palabra de que no intentaréis fugaros, y de que os encontraré aquí al volver.
--Os la empeño, señor de D'Artagnan --respondió Fouquet estrechando con afectuosa gratitud la mano
del mosquetero, que se alejó con paso firme.
Fouquet siguió con la mirada a D'Artagnan, aguardó con visible impaciencia que la puerta se hubiese ce-
rrado tras de aquél, y luego se abalanzó a sus llaves, abrió algunos cajones escondidos en varios muebles,
buscó en vano algunos papeles que, sin duda, se quedaron en San Mandé, y que el superintendente pareció sentir no encontrarlos, y por fin, tomó con frenesí un montón de cartas, contratos y escrituras y los quemó
apresuradamente en la tabla de mármol del hogar, sin curarse de sacar del interior de aquél las macetas de
que estaba lleno.
Fouquet, como quien acaba de salvarse de un peligro inminente y libre del peligro, le abandonan las fuer-
zas, se dejó caer anonadado en un sillón.
D'Artagnan, al regresar, encontró al superintendente en la misma actitud, y no sospechó que Fouquet de-
jase de cumplir su palabra; pero sí pensó que utilizaría su ausencia para deshacerse de papeles, notas y con-
tratos que pudieran empeorar la situación ya de suyo grave en que se hallaba.
--¿Qué tal el señor de Herblay? --preguntó el superintendente.
--Fuerza es que el señor de Herblay le gusten los paseos nocturnos, y a la luz de la luna, en el parque de
Vaux, componga versos con algunos de vuestros poetas, pues no está en su cuarto.
--¡Cómo! ¿no está en su cuarto? --exclamó Fouquet, a quien se le escapaba su última esperanza; porque
sin explicarse de qué manera podía socorrerle el obispo de Vannes, comprendía que en realidad sólo de él
podía esperar socorro.
--O si está en su cuarto --continuó D'Artagnan, --ha tenido sus razones para no responderme.
--¿Por ventura no habéis llamado de modo que pudiese oíros?
--Ya podéis suponer, monseñor, que habiendo ya contravenido a la orden que me imponía el deber de no
dejaros de vista ni un segundo, hubiera sido una locura despertar a todos los de la casa y evidenciarme en el
corredor del obispo de Vannes, para que el señor Colbert pudiese haber probado que yo os daba el tiempo
necesario para que quemarais vuestros papeles.
--¡Mis papeles!
--Está claro; a lo menos yo, en vuestro lugar, lo hubiera hecho. Pero volvamos a Aramis, monseñor.
--Os repito que habréis llamado excesivamente quedo, y no os habrá oído.
--Por muy quedo que uno llame a Aramis, monseñor, siempre oye cuando le interesa oír. Reitero, pues,
que o Aramis no estaba en su cuarto, o, para no conocer mi voz, ha tenido razones que ignoro y que, tal
vez, ignoráis vos también, por mucho que sea feudatario vuestro su grandeza monseñor el obispo de Van-
nes. Fouquet lanzó un suspiro, se levantó, dio tres o cuatro vueltas por su dormitorio, y se sentó, con abati-
miento, en su regia cama de terciopelo cuajada de riquísimos encajes.
D'Artagnan miró a Fouquet con honda compasión.
--Durante. mi vida --dijo con melancolía el mosquetero, --he visto arrestar a muchos hombres. Vamos,
señor Fouquet, un hombre como vos no se abate de esta suerte. ¡Si vuestros amigos os vieran!
--No me habéis comprendido, señor de D'Artagnan --repuso el superintendente sonriéndose con tristeza
--precisamente mi abatimiento obedece a que no me ven mis amigos. Solo, no vivo ni soy nada. Nunca he
sabido qué era el aislamiento, señor de D'Artagnan. La pobreza, que en ocasiones he visto con sus harapos
al final de mi camino, es el espectro con el cual se divierten hace muchos años algunos de mis amigos, que
le poetizan, le acarician, y me lo hacen amable. ¡La pobreza!... yo la acepto, la conozco, la acojo como a
una hermana desheredada, porque la pobreza no es soledad, el destierro, la prisión. ¿Acaso puedo yo ser
nunca pobre con amigos como Pelissón, La Fontaine y Moliere, y una amante como...? ¡Pero la soledad, la
soledad para mí, hombre de bullicio y de placeres, que sólo existo porque los otros existen!... ¡Ah! ¡si su-
pieseis qué solo me encuentro en este instante! ¡si supierais con qué fuerza representáis para mí, vos que
me separáis de cuanto amo, la imagen de la soledad, de la nada, de la muerte!


 

 
 

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